Se llamaba Emma. Era la nueva chica del colegio. Recuerdo que me dio pena ya que todos los chicos del colegio la miraban fijamente, la señalaban y susurraban sobre ella. Y los más gallitos incluso se metían con ella delante de los demás. Era extremadamente pequeña, muy delgada, y lo peor de todo, era una niña de 12 años y no tenía pelo.
Emma terminó en mi clase. Fue presentada a todo el mundo y le dijeron que buscara un sitio libre. Se sentó un par de filas detrás mía. Echó la cabeza sobre su nuevo escritorio, cruzó las piernas y se puso las manos en la cara. Intentó ocultar su vergüenza, pero todo el mundo podía sentirla.
A la hora de la comida, Emma se sentó sola en una mesa. Creo que estaba demasiado asustada para acercarse a nadie, a la misma vez que todos los demás estaban demasiado asustados para acercarse a ella. Después de unos 10 minutos, decidí acercarme a ella. Retiré la silla y me senté a su lado.
Le dije, "Hola, me llamo Veneta ¿Te importa si me siento contigo?", Emma no contestó, pero asintió con la cabeza, sin levantarla ni mirarme a los ojos. Para intentar hacerla sentirse cómoda, empecé a hablarle como si la conociera de toda la vida. Le conté historias sobre nuestros profesores, el director y algunos de nuestros compañeros. Después de unos 20 minutos hablando, ya me miraba a los ojos, pero seguía sin tener expresión en la cara.
Cuando sonó la sirena y era el momento de volver a clase, me levanté, le dije que había sido divertido hablar con ella y me fui por mi cuenta. Me sentí fatal, no había sido capaz de hacer que hablara o sonriera.
No fue hasta unos tres días después, mientras estaba en mi taquilla cogiendo las cosas para la clase, cuando Emma finalmente me dijo hola. "Solo quería darte las gracias por hablarme el otro día", me dijo. "Gracias por intentar ser simpática conmigo". Cuando se iba a ir, cogí mis cosas y la seguí. Desde aquel día, fuimos inseparables.
Esta chica me llegó al corazón. Era cariñosa y solidaria, compasiva y honesta, pero sobre todo, estaba sola. Nos hicimos las mejores amigas, y con tan solo doce años tuve la experiencia más devastadora de mi vida. Me enteré de que Emma tenía cáncer y su enfermedad no pintaba demasiado bien.
Durante cinco meses, Emma y yo fuimos las mejores amigas. Estábamos todo el día juntas en el colegio, y a veces incluso pasábamos las noches juntas estudiando o divirtiéndonos, y por supuesto, los fines de semana. Hablábamos, nos reíamos, bromeábamos sobre chicos y fantaseábamos sobre nuestro futuro. Quería que fuéramos amigas para siempre, aunque sabía que eso no iba a poder ser. Después de esos cinco meses, Emma empezó a ponerse mucho peor.
Pasaba todo mi tiempo libre con ella. Iba al hospital cuando ella estaba ingresada y me quedaba a dormir en su casa cuando le daban el alta. Quería que supiera que era la mejor amiga del mundo, la hermana que nunca tuve.
Estaba en casa un domingo, sentada en el sofá con mi padre viendo el fútbol. Sonó el teléfono y lo cogió mi padre. Podía oírla balbucear y finalmente colgó. Empezó a andar por la habitación, tenía los ojos rojos y le caían lágrimas. Enseguida supe lo que había pasado.
¿Está bien Emma? pregunté. Mi madre no fue capaz de contestarme.
Emma había sido trasladada al hospital de urgencia. Tenía mucha fiebre. Las noticias no eran buenas. Su cáncer no respondía a los tratamientos, se estaba extendiendo por todo su cuerpo. Emma estaba perdiendo la batalla contra la enfermedad.
Tres días después, Emma falleció en su casa, en la cama. Sólo tenía 12 años. Recuerdo sentirme derrotada, sabía que había pasado, pero no podía entender que esto fuera el final. Durante las dos siguientes semanas, tuve que aprender de golpe una dura lección de vida.
No sólo tuve que aprender a superar la muerte, tanto mental como emocionalmente, también tuve que aprender a llevar el luto. Al tiempo, un día su madre vino y me dio una caja. Me dijo que lo había encontrada con las cosas de Emma. Había una nota que decía que me la entregaran a mi cuando ella ya no estuviera aquí. Me la llevé a mi cuarto, me quedé mirándola fijamente como una hora, y finalmente tuve el valor de abrirla.
Dentro de ella, volví a encontrar a mi mejor amiga.
Emma había metido varias fotos de las dos, algunas piezas de su bisutería favorita, y lo más importante, una nota para mi. Empecé a llorar, pero logré leerla.
"Nunca pensé que encontraría la verdadera amistad", comenzaba. "Siempre me habían tratado como a una extraña, como a un bicho raro. Cuando alguien me hablaba solía ser para preguntarme que me pasaba, o peor aún, para preguntarme si me iba a morir.
Eres la mejor amiga del mundo entero y nunca te olvidaré. Si estás leyendo esto es porque ya estoy en el cielo. Por favor, no llores. Ahora estoy feliz, ya nunca más estaré enferma y sin pelo. Soy un precioso ángel.
Te cuidaré cada día de tu vida. Estaré ahí para ti cuando tengas tu primera ruptura amorosa y te estaré viendo con alegría el día de tu boda. Te mereces lo mejor, Veneta. No cambies y nunca olvides nuestra amistad. Le estoy muy agradecida a Dios por darme la oportunidad de haber sido tu amiga. Estoy deseando volver a verte. Con cariño, Emma".
Leer la carta me cambió la vida. Aunque era ella la había sufrido la enfermedad y había perdido la vida, había tenido tiempo para asegurarse de que yo fuese a estar bien. Quería asegurarse que podía seguir adelante sin ella.
Su pérdida ha sido la experiencia más dura que he tenido que sufrir. Pero creo que Dios unió nuestras vidas y nuestros corazones por alguna razón. Nos necesitábamos una a la otra. Emma necesitaba a una amiga, yo necesitaba su fuerza y su coraje.
Incluso ahora sigo agradeciéndole a Dios haberla conocido. Todavía sigo hablando con ella cada día. Sé que ella me escucha y yo sé que ella me cuida. Nuestra amistad nunca morirá. La gente va y viene, la vida puede cambiar en un minuto, pero el amor y la amistad duran para siempre.
¡No dudes en compartir esta preciosa historia amistad con tus amigos! Imagen de portada: Wikimedia