Aburridos de la velocidad y del tráfico de la autovía, mi marido y yo decidimos coger una carretera menos transitada para ir a la playa el verano pasado.
Una parada en una pequeña e insulsa ciudad de la costa este de Maryland provocó un incidente que permanecerá para siempre en nuestra memoria.
Empezó de la manera más sencilla posible. El semáforo se puso en rojo. Mientras esperábamos a que cambiara de color, me fijé en una vieja residencia de ancianos de ladrillos descoloridos.
Sentada en el porche, en una silla blanca de mimbre, había una mujer mayor. Sus ojos, fijos sobre mi, parecían hacerme señas, casi suplicándome que me acercara.
El semáforo se puso en verde. Y de repente solté: "Jim, para el coche, aparca en la esquina".
Mi reacción le pilló por sorpresa y parecía que no sabía muy bien cómo reaccionar, pero pronto hizo lo que le había pedido. Cogiendo la mano de Jim, tomé la dirección hacia la residencia de ancianos. Jim paró. "Espera un momento, no conocemos a nadie aquí".
Pero persuadiéndolo, finalmente conseguí convencer a mi marido de que mi propósito valía la pena. La señora cuya mirada magnética me había atraído, venía caminando despacio hacia nosotros apoyada en un bastón.
"Me alegro tanto de hayáis parado", sonrió con gratitud. "Recé para que lo hicierais. ¿Tenéis un momento para sentarnos y hablar? La seguimos hacia una zona a la sombra apartada a un lado del porche.
Estaba impresionada con la belleza natural de "nuestra anfitriona". Estaba delgada, pero no demasiado. A pesar de las arrugas en el borde sus ojos, tenía una radiante tez tersa, casi traslúcida. Su suave cabello plateado estaba cuidadosamente recogido en un moño.
"Mucha gente pasa por aquí", empezó, "especialmente en verano. Miran desde las ventanillas de sus coches y no ven nada más que un edificio antiguo donde viven ancianos. Pero tú me viste a mi; Margaret Murphy. Y paraste. Pensativamente, Margaret dijo, "Hay gente que cree que todas las personas mayores sufrimos demencia senil; lo cierto es que simplemente estamos solos." Entonces, irónicamente, dijo, "Pero es que los mayores hablamos sin parar, ¿verdad?"
Toqueteando el bonito camafeo oval rodeado de diamantes del cuello de encaje de su vestido de flores de algodón, Margaret nos preguntó nuestros nombres y de dónde éramos. Cuando le dije, "Baltimore", su cara se iluminó y sus ojos destellearon.
Dijo "Mi hermana, que Dios la bendiga, vivió en la Avenida Gorush en Baltimore toda la su vida."
Con entusiasmo le expliqué, "Cuando era una niña, viví a solo unos bloques de allí, en la Calle Homestead. ¿Cuál era el nombre de tu hermana? Inmediatamente, recordé a Marie Gibbons. Había sido mi compañera y mi mejor amiga. Durante una hora, Margaret y yo compartimos recuerdos de nuestra juventud.
Nos vimos sumergidas en una animada conversación con una enfermera que apareció con un vaso de agua y dos pequeñas pastillas rosas. "Siento interrumpir", dijo cordialmente, "pero es la hora de tu mediación y de la siesta, señora Margaret.
Tenemos que seguir manteniendo ese corazón latiendo, ya sabes", dijo, sonriendo y dándole a Margaret la medicina. Jim y yo intercambiamos miradas.
Sin quejarse, Margaret se tragó las pastillas. ¿No puedo quedarme con mis amigos unos minutos más, señora Baxter?, preguntó Margaret. Amable, pero firmemente, la enfermera se negó.
La señora Baxter extendió el brazo y ayudó a Margaret a levantarse de la silla. Le aseguramos que volveríamos a pasar la semana siguiente cuando volviéramos de la playa. Su triste expresión enseguida se volvió alegre. "Eso sería genial", dijo Margaret.
Después de una semana soleada, el día que Jim y yo volvíamos a casa estaba nublado. La residencia de ancianos parecía especialmente triste y sombrío bajo el color pizarra de las nubes.
Después de esperar unos minutos, la señora Baxter apareció. Nos dio una pequeña caja con una carta pegada. Me dio la mano mientras Jim la leía:
Queridos,
Estos días pasados han sido los más felices de mi vida desde que Henry, mi querido marido, murió hace dos años. Una vez más, tengo una familia a la que quiero y que cuida de mi.
Anoche el médico parecía preocupado por mi problema de corazón. Aún así, yo me encuentro de maravilla. Y mientras estoy así de feliz, quiero agradeceros por la alegría que le habéis dado a mi vida.
Querida Beverly, esto es un regalo para ti, el broche del camafeo que llevaba el día que nos conocimos. Mi marido me lo dio el día de nuestra boda, el 30 de Junio de 1939. Era de su madre. Disfruta usándolo, y espero que algún día pertenezca a tus hijas y después a la suyas. Con el broche mi eterno amor.
Margaret
Tres días después de nuestra visita, Margaret murió tranquilamente mientras dormía. Las lágrimas inundaron mis mejillas mientras cogía el camafeo entre mis manos. Tiernamente, lo giré y leí la inscripción que estaba grabada en el borde del broche de plata: "El amor es para siempre".
Así son los recuerdos, querida Margaret, así son los recuerdos.
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